viernes, 13 de julio de 2012

Nota para suplemento Ciudad X de La Voz

¿Para qué sirve? por Reyna Carranza ¿Cuál es la medida de una columna? ¿Dos carillas, cincuenta líneas? Mi inefable y otrora maestro, al que todos seguimos llamando ‘Tío’, solía decir-me que a un buen periodista una carilla le basta y sobra… Pero, ¿para qué sirve una columna? Los antiguos griegos lo tenían bien claro: la democracia aún andaba en pañales y sin embargo cualquier ciudadano podía ejercer el rol de periodista y llenar la plaza con preguntas dirigidas al jefe de turno. En definitiva, la tira impresa siempre y de alguna forma, te desnuda. Para eso sirve. Para hacer público lo que nace en privado. Y aclarar de paso, que apenas si soy una observadora de mi tiempo dispuesta siempre al asom-bro. Pero hoy el asombro se me ha convertido en estupor, en absoluto des-concierto, y ya no sé cómo continuar ni por dónde. Para tranquilizarme me asomo a la ventana para constatar si lo que está ahí afuera sigue siendo Córdoba… ¿Hablar del soneto, hacer referencia al último libro de fulano? No me sale. Hoy llenan mi cabeza otras imágenes, y tiemblo. Sé muy bien todo lo que pasa y lo que puede pasar en un país de cuento de hadas. Nunca olvido lo que el fervoroso Voltaire, allá por 1750, borroneó en su cuaderno de no-tas: La civilización no suprime la barbarie, la perfecciona. Cuando a un escritor –o a quien sea-, le rompen los puentes de la con-tinuidad hacia el futuro, la indecisión se le instala y queda así, vacilante. Podría ayudarme lo que Mujica Lainez le dijo a Martha Lynch bajo aquella luna de espanto: “No te obstines en repetir en la literatura lo que los diarios dicen todos los días. Y recuerda que siempre se escribe por y contra alguien”. A remendar las redes entonces, que a pesar de todo la vida es la que continúa. Pero, ¿qué?, ¿escribir ciencia ficción, literatura fantástica? Me tien-ta, pero no, ya hay otros que hacen realismo mágico mucho mejor que yo. Para despejarme, salgo a la noche fría y luminosa. Al llegar a la Vélez Sarsfield me cruzo con un señor, aire meditabundo, que con las manos en los bolsillos del sobretodo y al tranquito, va murmurando: -Queremos vivir en democracia, queremos vivir en democracia… Levanta la vista y me pregunta: -¿Queremos vivir en democracia, doña? ¿Realmente queremos? Lo siento, pero a la literatura la voy a dejar para otro día. Me consuelo con saber que siempre está ahí, como Córdoba.

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